Todos nos sabemos la teoría. Claro que hay que enfrentar las dificultades, mirar a la adversidad a los ojos, sobreponerse.  Claro que nos hace más fuertes. Indudablemente es deseable progresar, y si se trata de progresar en el mundo interno más que deseable, es esencial.

Pero resulta que a veces no podemos. Estamos demasiado cansados, dolidos, tristes o decepcionados. En ocasiones hay tantos frentes abiertos, que con sobrevivir ya estamos obrando un milagro.

Confundir la tregua con huída, con no estar a la altura, crea fricción innecesaria y francamente con la inevitable ya hay suficiente. Imaginemos una pala de nieve limpiando las calles del poblado luego de días de tormenta.  El manto blanco mide un metro. Ahora imaginemos que la tarea se hace con el freno de mano puesto. Si. Esos somos nosotros. Eso hacemos.  Cada vez que nos censuramos, nos criticamos y nos decimos que deberíamos estar a no-se-sabe-muy-bien-que-otra-altura, hacemos eso.

Confundir el refugio necesario con flojera o indolencia, vacía las cantimploras, echa tierra a la hoguera que templaba la noche.

Son muchas las formas de darnos tregua y sospecho que todas son buenas. Si, cierto, hasta con las treguas hacemos categorías, no ponemos el chocolate que nos comemos de modo casi furtivo a la noche, en el mismo archivo que el paseo por el mar… Ciertamente no.  Concedido, tenemos razón en eso, pero hay períodos en que el chocolate, la serie intrascendente tumbados cuan largos somos, la mañana entera en pijama, son la decisión más sabia bajo el cielo. Propongo culpa cero. Ninguna. Cero absoluto, Kelvin. Nada.

Estoy segura – como lo estoy de que saldrá el sol mañana – de que si la amabilidad de nuestro diálogo con nosotros mismos, aumenta, la fricción disminuye. Me da en la nariz, que con un metro de nieve en todas las calles del pueblo, cuanta menos fricción, mejor.