¿Cabe algo en un recipiente lleno?
¿
Puede llegar lo nuevo sin renunciar?
¿
Podemos renunciar?

Me da en la nariz, que esa y no otra, es la pregunta que nos busca. La que esquivamos, la que nos espera en el café en el que no entramos, la que nos mira en el espejo que no miramos… Esa, la que no se cansa, la que insiste con la persistencia de un Edison, esperando que se nos encienda la bombilla. Esa, la que no se ofende pese a tanto desaire, tanta flaqueza.

¿Podemos renunciar?

La pregunta nos da alcance por fin, aquí estamos, la cafetería es preciosa pero no pide café.   Pide chocolate caliente, tiene en las manos un tazón enorme, lo rodea como disfrutando del calorcito, del aroma, del color,  todo indica a las claras, su falta de prisa.  Nosotros visto lo visto, nos pedimos otro.

Es hora de conocerse. Es hora de no sobreentender, saltar del vagón del ni pensarlo y caer de pie. Es hora de mirarla, escucharla, dejarse ver.

Parece más sabia que una de esas ancianas que lo ha visto todo, más amable que la brisa en primavera, más cercana que el azucarero con el que juega en la mesa. Lo sentimos, nos abrimos a hablar de veras, que es bajar murallas, abrir ventanas, invitar al orgullo y al temor a darse una vuelta por la plaza.

Los ve partir y sonríe. Llama al camarero y pide cuartos, nos mira con picardía, como sabiendo que disfrutará más de hablar, que de hundir en chocolate espeso la esponjosa nube de sabor a infancia.
De alguna forma empezamos a sentir
que renunciar no es perder, es vaciarse,
es hacer lugar,
despejar la pista para nuevos vuelos,
abrir baúles, desatar recuerdos
otorgar visado a sentimientos nuevos.

En su presencia nuestra elocuencia se multiplica, como las escobas de Mickey Mouse cuando se planta el sombrero de mago en Fantasía… Hablamos y ella escucha atenta. Recordamos aquellas veces en que nos aferramos y nos lastimamos, las veces en que nos quedamos pidiendo peras al olmo, las numerosas ocasiones de encabezonarnos en tener razón, que nos llevaron a hacer daño y a no aprender.

No nos juzga, nos comprende y como traídas por una brisa marina, van llegando imágenes de cuando soltamos para inventarnos; cuando dejamos atrás para no quedarnos atrás,  cuando nos desapegamos para no cortarle las alas a nadie. Sonríe de forma aún más luminosa, saca de su bolso una cajita, nos ofrece un polvo, es un picante que se suele usar para realzar el sabor del chocolate. Aceptamos, ponemos un poquitín, lo probamos, sabe a gloria.

No sabemos muy bien si fue el picante, su sonrisa o el paseo de aquellos dos por el parque, pero sentimos cada vez con más fuerza, que renunciar es dejar los zapatos que nos quedan chicos para caminar bien. Le damos vueltas a eso, así de simple y así de complicado; admitir que quedan chicos, creer que hay otros zapatos, atreverse a andar unos cuantos pasos descalzo…

Comenta que debe atender un asunto, se pone de pie, es más alta de lo que recordamos, camina, como si hiciera Pilates cada mañana a las 8. En esa pausa nos damos cuenta de donde estaríamos en este instante, si fuera un día más. Hemos dejado una rutina muy grata del final de la tarde para verla, y lo que era un sacrificio, es una plenitud… Cuanto sabe la renuncia.

Regresa.
¡No la dejemos ir! ¡Que no pida la cuenta! Que no mire hacia el perchero, por favor, que vuelva a tomar asiento, en nuestra mesa, en nuestra tarde, en nuestro ser… La invitaremos a un croissant, le diremos que pronto llega el pianista y cruzaremos los dedos.

Si se queda quizás podamos comprender mucho mejor que renunciar no es perder, es vaciarse; vaciarse es condición de fluir, fluir es cambiar, cambiar es vivir.