Ninguna experiencia nos cambia tanto y tan profundamente como la maternidad. Nos deconstruye y nos reedifica… El nacimiento del primer hijo es casi, casi, como el comienzo de una segunda partida de Scrabble, desmontamos lo escrito, recogemos los pequeños bloques y escribimos palabras nuevas.

Nos deconstruye y nos reedifica. La estructura del cuerpo cambia, es lo visible.

La estructura de la psique cambia, es lo importante.

Las prioridades se modifican,
la forma de amar crece,
la capacidad de sacrificio aumenta, 
lo que antes hubiera resultado incómodo, duro o imposible, es posible. 
Sin más.

Ninguna experiencia nos cambia tan profundamente como la maternidad, sin embargo no deberíamos convertirla en el centro de nuestra identidad. Convertirla en el centro no le da esplendor, se lo resta. Nada alcanza su esplendor si está fuera de lugar. El centro de la vida, es la vida. 

La vida es el viaje del alma
aprendiendo a desplegar su potencial de luz y amor
a través del encuentro y el desencuentro,
de los logros y los fracasos,
la salud y la enfermedad.

La maternidad es uno de nuestros roles.
¿Sagrado? Si. 
¿Central durante un tiempo? Si. 
Pero central siempre… Ojalá que no.

Si nos alzamos sobre el condicionamiento cultural y nuestra propia tendencia, todo cambia. Si la maternidad ya no es el centro disipamos la exigencia de ser perfectas. Adquirimos el derecho a equivocarnos, estar cansadas, no saber, estar asustadas…

Cuando tenemos derecho a equivocarnos, aparece el permiso de pedir ayuda. Comenzar a hablar de aquello que no podemos o no sabemos, sin culpa, ni temor, es una medicina milagrosa.

Cuando nos reconocemos como aprendices, situando a la sabiduría en el centro, nuestras heridas importan y sanarlas lejos de ser egoísmo o de producir vergüenza, es autenticidad.  Cuando nos encaminamos a la autenticidad, nos dirigimos a la coherencia,  fundamento de la paz.

Cuando somos auténticas,
les damos permiso a nuestros hijos de serlo.
Gran legado.

Cuando dejamos de creer que los resultados dependen de nosotras y pasamos a ver que nuestros hijos son almas viajando desde un origen muy anterior a nosotras, con sus propios talentos y sus propias limitaciones, adquirimos perspectiva y disolvemos tensiones.

Con perspectiva, sentimos que ni su futuro, ni el nuestro se reducen a los planes de la pequeña mente y empezamos a confiar en esa inteligencia sublime a la cual el alma está conectada, que nos creó y les dio origen.

Gran revolución,  en el centro de nuestra vida: nosotras.
No como egocentrismo;
si como búsqueda de conexión con lo eterno…
el alma.

Estamos invitadas a vivir la maternidad con consciencia plena; expandir sus fronteras, ganar territorio al Norte y al Sur, ensanchar sus dominios al Este y el Oeste. Volver a mirar… Dejar de verla como el vínculo con nuestros hijos y verla como una función de la consciencia.  Vista así, se vuelve universal.

Vista así todos, hombres y mujeres, tenemos el deber de ser nuestra propia madre y reparar todo aquello que mamá no supo, no pudo o no quiso hacer, sin culparla.

Al asumirnos, la liberamos.
Al liberarla, nos liberamos.
Quizás lo mejor que podemos ofrecer al mundo,
es llevar una buena madre dentro.

Nutrirnos y nutrir,
cuidarnos y cuidar,
ampliando el círculo de “lo nuestro”
más y más…

Foto de Cleyder Duque en Pexels