Aquel que nació en Belén nos regala su Paz, nos obsequia Su compromiso; no sólo el que cumplió hace dos mil años, sino el que sigue cumpliendo cada vez que le visitamos en el lugar donde nos aguarda, donde es seguro encontrarlo… nuestro corazón.

Aquel que no pidió nada para sí y dio todo, nos regala su ejemplo; su gracia y la fuerza necesaria para seguirlo. Mmmmm… la fuerza necesaria para seguirlo… no es el temor al pecado o la exclusión; es devoción. Devoción es un fuego ardiente, un amor por lo sagrado que permite verlo, sentirlo, cuidarlo y defenderlo. Verlo en uno mismo y cultivarlo. Verlo en los demás y fomentarlo. Sentirlo en la naturaleza, en los pinos y la nieve que desde el cielo, baja a besarlos; en la coincidencia de ideas e intenciones con quienes nos encontramos y en la no coincidencia, que nos permite el trabajo interior de ampliarnos… Si, devoción es un fuego ardiente que permite ver cuando lo sagrado es atacado, ignorado o negado y permite tener la valentía, de defenderlo.

La devoción une al amante con lo amado, disuelve la ilusión del yo separado, disolviendo orgullo, individualismo, temores, egoísmos… Cuando las disoluciones se van dando, lo que queda es una confianza en la vida, que contagia confianza en la vida. Una confianza  que nos permite volvernos a ofrecer y a disolver… Así logramos la pureza necesaria para que gradualmente el espíritu pueda descender… y poco a poco, pueda ir fertilizando la existencia con su plenitud.

Plenitud es esa presencia luminosa en nosotros, que busca plenitud para todos…